miércoles, 25 de noviembre de 2009

Absolución

Dos días. Era lo que me iba a permitir, dos días y sus dos noches. Mal aprovechados, de depresión y autocompasión. Dos noches de insomnio y rabia mal vomitada. Dos días para llorar como un bebé o bailar en la línea entre la desesperación y el bloqueo emocional. Dos días. Y al tercer día, como resucitada de entre los muertos volver a la vida. Después de dos días mirándome mi ombligo como si en cualquier momento aquello fuese a crecer de repente para convertirme en el ejemplo de escarmiento que los padres darían a sus hijos: si no quieres acabar como ésa, procura hacer algo de tu vida.

Al tercer día, como una aparición de la Biblia levanté el teléfono y llamé a Raquel. Ahora yo ya no me sentía capaz de hacer nada sola. Sabía que me acompañaría porque ahora su casa era casi como una especie de monasterio Zen. Tras días de examen de conciencia había decidido convertirse en la piedad en persona, la virgen de los desamparados. Y a lo mejor la llame porque fue una de las pocas a las que no le sabía la boca a hierro de morderse la lengua, o que no me había colgado un cartel de neón en la frente que clamase ‘jódete puta’. Y tras esperarla quince minutos eternos en su portal, dibujamos el corredor de la muerte hasta el hospital.

- Estás preciosa, tienes unas ojeras que meten miedo. ¿Qué coño has hecho estos días?
- No dormir, creí que las ojeras lo habían dejado bien claro.

Tenía que habérmelo imaginado, Dios, Buda, Alá, El príncipe de Beukelaer o quien coño organizase todo esto todavía no estaba contento. Me jodía porque yo sabía que no me salían las cuentas, aunque no le dije nada a Raquel. Cuatro semanas era imposible, totalmente imposible. De cuatro semanas. Lidia podía meterse su culpa por el culo. Podría haberme tirado a Gerardo con un colador y habría estado igual de preñada. Me daba igual, aún recién salida del hospital seguía odiándola, la odiaba cuando se tomaba la justicia por su mano como si el creerse la mártir por excelencia le diese derecho a todo, la odiaba cuando se hacía la feliz como una parodia de sí misma. Para mí Lidia seguía siendo la culpable, aunque a efectos prácticos fuese inocente, yo también podía tomarme la justicia por mi mano, yo la condenaba, a fin de cuentas ahora yo también estaba jodida.

De camino al parque pasé por delante de Gerardo, la tortura no me hacía sentir mejor, pero siempre fui una masoquista en potencia. Ver salir a Cayetana apresurada dejando que el portal se cerrase solo con un trueno no era lo que necesitaba. Las piernas se me entumecieron y el aire se volvió sólido, no podía respirar. Aquello era estupendo, la que faltaba, Gerardo y Cayetana, sonaban a novela de Danielle Still.

Tirada en el parque, con los brazos en cruz, como si me hubiesen colgado a mí con los dos ladrones, ‘¿A quien queréis salvar?’ ‘¡A Barrabás!’. Como queriendo la absolución por el pecado original. Con los ojos cerrados. Noté como me agarraban la cara y me daban un beso en la frente, y me incorporé.

- ¿Qué tal cariño?
- Vic, cuatro semanas, no salen las cuentas. Gerardo no fue hace cuatro semanas, fue hace menos. Vicens, ¿dónde estábamos hace cuatro semanas?
- Estamos jodidos…
- Ya lo sé…lo sé. Por cierto, tengo que hablar contigo. Cayetana…Cayetana ha dormido hoy con Gerardo, la ví salir hace un rato de su casa, el cabrón ha hecho el pleno.


T.

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