lunes, 16 de agosto de 2010

Y dentro, gusanos

Era un desastre. Diría “un puto desastre”, pero eso me recordaba demasiado a mi padre.

La vida cambia y deja de ser ese juego de mesa absurdo cuyo mayor problema y expectación eran esperar que el próximo número del dado me permitiese llegar lejos o simplemente continuar sin pena ni gloria. Ya no había dado o al menos yo no lo tenía. No había meta, ni seguros ni casa que valiese. Todo a mi alrededor era ahora una gran casilla en blanco sin número y sin expectativa de victoria. Un peldaño flotante en la nada. Una nube sin dirección, sin razón de ser y sin previsión meteorológica. No había cielos, ni infiernos. Todo era lo mismo. Mirase lo que mirase no aparecía nada nuevo. Todo era decrépito, maloliente, nauseabundo, repugnante, inmundo y repulsivo. En otro momento hubiese soltado algún tipo de ingenio más allá de calificarlo de fuerte, heavy o cualquier otra chorrada. Esas categorías ya no me valían. Mi escala de valores estaba perdida en el cajón de algún sastre, la cumbre de la jerarquía no ascendía más allá de la mierda que veía. Olor a mugre. Olor a muerte. Pestilencia. Asco. Grima. Aspereza. Dolor. Corazón. Alma. Putrefacción. Muerte.

Todo muy escatológico, pero la vida alcanza este matiz cuando las sutilezas terminan y estás hundido en la más profunda y mugrienta fosa inimaginable.

En algún lugar tenía un hijo. Un hijo muerto. Un no-hijo. Lo que fuera que fuese o lo que fuera que dejó de ser era mi sangre. Nuestra sangre. Por mi parte, veneno. Nada bueno pudo haber salido nunca de esta escoria. Un algo mío me esperaría en algún lugar sin conocerme. En algún limbo que ni siquiera sabía si existía y que tampoco sabía si estaría hecho para mí, si alguien no me permitiría llegar o si los individuos de mi calaña tenían previsto algún tipo de infernal eternidad. Me esperaría después de la muerte, con unos ojos que nunca llegaron a abrirse y una boca a la que nunca se le permitió hablar, nadie le habría enseñado nunca nada. Sólo sabría esperar. Y tendría que aprenderlo por sí mismo. Esperar nada. No existir. Ser la incoherencia máxima. La nada. Esperar.

Pero yo ya estaba muerto. Al menos, vida no sentía. Me pregunto cómo me sentiría o, si ya estaba muerto, cómo me pude sentir a las puertas de mi último segundo. No lo recordaba. Pero vivo no estaba. No creo que hubiese diferencia entre estar muerto y estar como estaba en aquel momento.

Muerte en vida. Inerte por dentro. Colecciones químicas circulantes que no eran nada más que enlaces entre elementos que me hacían más incongruente. No conseguían formar vida. No sé cómo la gente que pasaba a mi lado no podía sentirlo. Me mataba esta podredumbre y los demás no podían ni olerlo. Apestaba a muerte. Era el olor de la exhumación. Insoportable. Pero incomprensiblemente inapreciable para el resto, lo cual lo hacía más insufrible.

Me gustaría ser capaz de bromear. Pero los chistes no eran más que muerte. Intentaba pensar qué diría el Vicens vivo. Recordaba como en otra época, era o lo que fuese en que se contabilizase el tiempo llegados a este punto de inconexión – eso si, lejos, muy lejos, tan lejos que superaba al recuerdo y se convertía en historia, en leyenda…en mito…- recordaba cómo hubiese pretendido confundir ese olor con el de los pies de Thais o el aliento de Petra sólo para molestarlas, reírnos de nuestra tontura y tener nuestro break… pero quedaba todo tan atrás… Yo fui mi propio mito. Mi propio héroe. Ahora era nada. Era muerte, o casi muerte porque la vida o lo que fuera que estuviese dentro de los que me rodeaban impedía que me sintiese muerto por completo. Tanto ruido despertaba el leve sonido de lo que un día latió dentro de mí.

Y todo este monólogo interno que se escaba al propio tiempo y que se pensaba sólo en lo que me quedaba de cerebro fue un microsegundo que me acompañó mientras Alejandra abría la puerta de la habitación. No sé cómo la muerte esperó hasta sentirse olida ante aquella puerta. ¿A qué había venido? ¿Por qué no sentía que me descomponía en vida antes? No hubiera venido… Mi propio cuerpo retrasó su muerte para fustigarme, verme allí y que todos me vieran hecho mierda y para criar malvas.

La dejé pasar. Me quedé fuera. Estaba demasiado moribundo o muerto como para entrar en ese cuarto y no vomitar literalmente las palabras. Cerré la puerta detrás de Alejandra. Pero yo quedé fuera. Empecé a correr. La poca vida o lo que quiera que me quedase la tenía que aprovechar para sentir el dolor máximo posible. Era lo justo. El karma. El ciclo. No tengo ni idea de qué coño era. Tenía que hacerlo antes de que dejase de sentir dolor físico por completo y fuese una caricatura de mí mismo.

Aquella altura me valía. Por mucho que no sintiese ya, por mucho que mi propia peste me hiciese ver que no tenía vida, por mucho que quisiese pensar que ya no había dolor todo era otra de mis pantomimas para no enfrentarme a nada. Tenía que sufrir como sufrió aquella criatura que sin cumpla, pena, causa ni razón dejó de existir sin lograr ni siquiera la mera existencia.

Sólo un paso.

Sólo un paso y ya estaba. Cerraríamos el telón. Y cual fuera la segunda parte la acataría desde mi inmundicia no humana. Sangre a la sangre.

Una calidez que triplicaba la de los restos de mi humanidad me invadió fuerte el hombro. Se extendió por mis cenizas. Me llamaba. Buscaba entre la basura. Algo volvió a despertar en mí.

Giré la cabeza.

Petra.

Justo a tiempo.

¿Resurrección? Demasiado poco virginal y creyente para eso.

¿Vida?

¿Suerte?

V.